«Los mendigos profesionales alquilaban en los barrios pobres niños escuálidos para llamar la atención de los transeúntes y, si el niño moría durante el día, seguían exhibiéndolo hasta la noche para no perder el precio del alquiler».

Con solo veinticuatro años, así lo narraba Fiódor Dostoyevski en su novela ‘Pobres gentes’. Y es que este gran genio ruso no se andaba por las ramas. Siempre directo al corazón —o mejor, a las tripas de sus paisanos—, o mejor aún, a la conciencia de todos nosotros, sus lectores.

De él, Nietzsche nos decía que era el único psicólogo del cual se podía aprender algo; para Stefan Zweig era el psicólogo de los psicólogos. Hasta Sigmund Freud lo utilizó como fuente de inspiración. Y no era para menos. La vida de Dostoyevski y su obra fue todo uno; como la sal en el agua, se diluían la una en la otra.

Tras ser condenado a muerte, acusado de conspirar contra el Zar y, apenas unas horas antes de la descarga del pelotón de fusilamiento ante las murallas de la fortaleza de San Pedro y San Pablo en San Petersburgo, le fue conmutada la pena por presidio en Siberia. Años después, con la salud agotada, escribiendo a su hermano exponía: «En verano, encierro intolerable; en invierno frio insoportable. La suciedad del pavimento tenía una pulgada de grosor. Nos apilaban como anillos de un barril… Era imposible no comportarse como cerdos… Pulgas, piojos, escarabajos…». En memoria o acaso con ánimo de divulgación, doce años después de su liberación escribía ‘Recuerdos de la casa de los muertos’.

Nadie puede decir que la vida de este gran escritor resultó plácida. Desde la infancia debió sortear numerosas espinas entrelazadas con escasa rosas. Madre cariñosa y padre enojoso e irritante. Ella, María Fiódorovna fallecía tempranamente de tuberculosis; dos años después, Mijaíl A. Dostoyevski —el padre— según se dice, fallecía por una sobredosis de vodka, siendo maniatado y obligado a ingerirla tras una fuerte discusión y arrebatos de cólera entre él y sus acreedores. Este brutal acontecimiento, provoco en el joven Fiódor un grave estado de ansiedad. En cierto modo se sentía responsable ya que, por una u otra razón, también él deseaba la muerte de su progenitor. Quien haya leído ‘Los hermanos Karamazov’ recordara el trepidante final dilucidado en el asesinato de Fiódor Karamazov, un padre odiado y amado por sus hijos (aunque no a partes iguales). Un mundo —el suyo, el de Dostoyevski— encarnado entre los extremos del cielo y el infierno; sintiéndose quizás estafado por su dios. Todo un simbolismo.

Emulando al mitológico Hércules, muchos de sus personajes literarios padecieron epilepsia: Nelly en ‘Humillados y ofendidos’, Myshkin en ‘El idiota’, Smerdiakov (siempre hijo ilegítimo) en ‘Los hermanos Karamázov’, Murin y Ordínov en ‘La patrona’… Dostoyevski, el autor de tan maravillosas obras, imitando, ahora sí, a seres terrenales, a grandes como Alejandro Magno, Julio Cesar o Napoleón, durante más de treinta años la padeció. Su vida, como la sal en el agua —ya se ha dicho—, se diluía en su obra. Sabía transformar el infortunio en genialidad.

Y, en esa transformación, una vez más, plagiándose a sí mismo, nos legó ‘El Jugador’. Como un delincuente, escapando de acreedores, abandonando su querida e inmensa Rusia viajo por media Europa. En Baden-Baden y en algunos otros casinos, sin apenas hallarlo, ansiaba un refugio. Al igual que Alekséi Ivánovich —protagonista de la novela—, para el autor, el juego por el juego resultaba tanto o más importante que ganar o perder; rojo o negro quedaba relegado a lo secundario. Se trataba de entregar la consciencia al giro de la ruleta, de viajar al infinito de la enajenación; de perderse para, de regreso, disfrutar del reencuentro ascendiendo un nuevo peldaño en la genialidad. Se trataba de, aún sin dejar de asomarse al abismo, seguir narrándonos la Rusia de sus pasiones, de sus grandezas y miserias, de seguir escribiendo.

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