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RELATO CORTO:

EL VIEJO CASERÓN

Cuantos años que no volvía; mirando desde abajo lo veo sobre la cima, el sol al fondo dibuja la silueta del viejo caserón. Recuerdos de niñez, el columpio en el jardín, la abuela limpiando cristales, yo corriendo por el césped con Atila, a veces jugando en su caseta. Todo tan distante… antes era azul añil, ahora el color está perdido, tal vez como yo. Quiero volver y encontrar mi pasado. El bosque es blanco, la nieve refleja el vacío del interior, deseo llenarlo de vida y expulsar aquellos espíritus que me atormentaron tras la muerte trágica de mi madre; introducir ese aroma a pan tostado que antaño se extendía por los rincones.

 

Aunque el espacio de los recuerdos es infinito, quiero poner orden y prioridades. Asciendo el pridescargamer tramo de peldaños y me detengo, la memoria retrocede y veo un niño solitario, sentado sobre un columpio a la espera de ser balanceado. A escasos metros su mamá, descansando sobre una silla de anea; mira sin ver, oye sin escuchar; mejor, ni ve ni oye, tampoco habla. El niño intuye y solo espera sin saber qué; tal vez un milagro, una aclaración a su nacimiento injustificado. Nadie se lo razonó y él desconocía su origen, ese en el que varios uniformados, embrutecidos y deseosos de placer animal, asaltaron el caserón violando a una joven ciega, sorda y muda; también bella y apetecible para los demonios. Ese era yo, esa era mi madre.

Sigo ascendiendo, desde esa media altura veo sentado en el columpio a un adolescente, no más de catorce años; es de noche y las millones de estrellas forman miles de constelaciones; la mayoría no se ven pero su abuelo, sabio astrónomo, le alienta a destapar la imaginación descubriendo el infinito. Atila tumbado a sus pies, no entiende pero escucha; quizás también viaje en busca de nuevos y mejores mundos. Ese día, amparado en la grandeza y belleza de todo un firmamento que cabe en la imaginación del muchacho, su abuelo explica con dulces palabras y crudas emociones su origen, su razón de ser. Éste, como parte importante de un sin fin, lo acepta y agradece; llora y besa a su mamá en el lecho a la hora de las buenas noches; ella lo ha sentido, lo ha olido y sonríe. Al día siguiente la abuela tostará rebanadas de pan y con el desayuno comenzará un nuevo y pacífico día; el chico, como siempre con el macuto a la espalda, bajará los peldaños de tres en tres para acudir a la escuela. De mayor quiere ser astronauta. No sé si será imaginación mía, pero me ha parecido que nos cruzábamos y que incluso me sonreía.

La pintura de las paredes se muestra decrépita, en todo el exterior se aprecia el paso del tiempo y el abandono. Pienso que tal vez el interior resulte igualmente desolador. Poseo la llave y tras varios chirridos penetro descubriendo mi equivocación. Hay luz, colorido, vida; huele a canela, es el arroz con leche de mi abuela. Traspaso la puerta de mi cuarto, mi refugio; un joven de dieciocho años acaricia a su amada, sonríen y se besan; aún no me han visto, no existo para ellos. Saborean su intimidad escuchando música y canciones de Bob Marley; han llenado las paredes con posters de «The Beatles» «The Rolling Stones» «Santana»… también banderas jamaicanas; suena a través del cassette de la época «Satisfaction» todos los sonidos son míos y de mis recuerdos.

Decido dejar solos a los jóvenes, soy feliz con mis recuerdos y no deseo molestar. Abandono el dormitorio; al otro lado como si el tiempo fuera y viniera ha vuelto lo gris y polvoriento; también es pasado y debo asumirlo. Mi madre, hacedora de triste y monótona vida llena de… ─imposible saberlo─ ha desconectado. Solo ella sabrá cómo llegó a sus manos esa caja de Valium 10. Por prescripción médica las tomaba de una en una, necesitaba combatir sus enormes y justificadas alteraciones y depresiones. Ese día, quizás tuvo menos perturbaciones y menos desalientos… ─tampoco lo sé─ acaso en su ceguera externa encontró el camino del retiro, el camino hacia las estrellas. Hoy vuelvo a llorar pero la comprendo; creo que es el acto de su vida que mejor he sabido captar y lo acepto.

Fuera el sol sigue brillando sobre la nieve; nuevamente los chirridos al cerrar el portón y las contraventanas. Sobre mis propias huellas desando el camino, la decisión está tomada. Que mejor recuerdo y legado a mi madre que la donación del viejo caserón a esa asociación necesitada de ubicación para un refugio colectivo de cuantos como ella y a lo largo de su vida, ven sin mirar y escuchan sin oír.

Lo sé porque lo hemos comprobado, desde aquel día de la expiación parpadea en el firmamento una nueva estrella; mi abuelo las tenía contadas.

Vladimir Merino Barrera

 

 

 

 

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