—«Me dio besos provocadores con apasionada lengua, y puso su lascivo muslo debajo del mío, diciéndome ternezas, llamándome su señor y añadiendo las palabras comunes que en estos casos nos gusta oír».

De los infinitos tratados escondidos en pequeños cofres de papel, dos hay que sobresalen. Del múltiple temario abordado en la literatura, «el sexo y el amor», en su simbiosis, prevalece sobre el resto, pudiendo asegurarse qué, fronteriza en la moral, o mejor en la doble moral de cada tiempo, ni es de hoy ni de hace dos días. Con las anteriores palabras y estas otras, así nos hablaba Ovidio:

—«Cuan a propósito era la forma de sus pechos para apretarlos».

—«Muchas veces he pasado disolutamente la noche entera y todavía por la mañana, estaba dispuesto para el amor y con fuerza en el cuerpo». 

—«Mi miembro perezoso, como inficionado por la fría cicuta, no correspondió a mis intenciones».

—«Recuerdo que en el corto espacio de una noche, ‘Corina’ me pidió que nos amáramos y yo aguanté nueve veces».    

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¿Pornografía? ¿impudor? ¿grosería? Desde una moral implacable, el siempre pudoroso censor,  tal vez desconocedor del poeta romano, pueda considerar que en los últimos años, acaso a partir del liberalismo expandido desde el siglo XX, vivimos (también en la literatura) una eclosión de desvergüenza.

Dos mil años de antigüedad, dos milenios envuelven las citas seleccionadas, esas que tan poco gustan a nuestro apasionado reprobador. Quizás él lo desconozca, quizás hasta ahora nadie le ha sacado del error de pensar qué —desde su intachable punto de vista—, cualquier tiempo pasado debió ser mejor. Cuantas veces habremos oído aquello de «caiga quien caiga, a esto hay que poner rápido remedio». Bajo esta premisa, algo así debió ocurrirle a Ovidio, nacido en el año 43 a. C.

Proveniente de la ciudad italiana de Sulmona y de familia adinerada, estudió en Roma. Su Padre, pretendiendo especializarlo en retórica y derecho romano, deseaba hacer de él un gran jurista. La apuesta era fuerte. El hijo con buenas dotes y conocimientos, de seguro se abriría paso en la Ciudad Eterna, en el epicentro del imperio. Solo cabía esperar que el joven heredero no confundiera los pasos.

Lejos del control paterno, Ovidio incidió por otros derroteros. Atrapado en la magia de la poesía se ganó un reconocido prestigio, llegando a ser el poeta más admirado de Roma. De carácter festivo y conquistador, supo disfrutar del jugoso placer de la Dolce Vita de aquellos días. Conquistas amorosas, versos entrañablemente eróticos, cada vez más comprometidos en la belleza y la simbiosis del amor y el sexo. Sin complejos y contra la corriente al uso, dirigido a las mujeres escribió: —Vosotras también, además de tener derecho, podéis y debéis en el lecho nupcial disfrutar con vuestros maridos—.

Además, en su amplio poemario les hablaba de: «cómo conoceros a vosotras mismas explotando vuestras dotes», de «cómo eludir la vigilancia del marido» o, de «que no se entere de tu aventura con otra».

Regresando a nuestro apasionado censor del siglo XXI, y a la pregunta de cómo actuaría de coincidir con Ovidio en alguno de sus recitales, la respuesta es de fácil cálculo. Ante el supuesto escándalo, habría confraternizado con el emperador Augusto y, como brazo ejecutor de este, con celo y pasión se hubiera entregado a las encomiendas del tirano.

Augusto, obsesionado con la moral del pueblo llano, predicaba pudor y castidad, denigraba el adulterio cual ofensa a la religión y al Estado; y, sin embargo, para sí y para los privilegiados de una sociedad esclavista y patriarcal, las normas al uso diferían. Los esclavos eran ‘cosas’, las mujeres cual medio de trata en el negocio del matrimonio concertado, eran ‘cuasi cosas’. Para nada estaba mal visto utilizar una esclava o un esclavo en la búsqueda de placer, siempre claro está, con la premisa de ser el romano el poseedor, nunca el poseído, el dador, nunca el receptor; aunque, claro está, nada había escrito sobre los secretos de alcoba o pajar.

Ovidio, como hemos visto, reivindicaba el derecho de la mujer al placer, el derecho a no ser objeto pasivo, incluso llegaba más lejos al anunciar la supremacía del clímax cuando este era compartido. Con sus prédicas, sin él ser consciente, tras cada poema abría una pequeña fisura en su relación con los poderes palaciegos en los que era aceptado. Poco a poco fue minando la confianza depositada en él por el emperador. Dicen los escritos que además, en alguna de las visitas de Ovidio a palacio, por omisión del Cesar, pudo descubrir a este en práctica de incesto con su hija Julia y, de adulterio con su nieta, también llamada Julia. En consecuencia, la fisura se transformó en grieta y, finalmente en abismo. El poeta fue desterrado a los confines del imperio, a la ciudad de Tomis, la actual Constanza en Rumanía, nunca le fue permitido el regreso a su amada ciudad. Allí fallecería a los 60 años, . Sus versos pretendieron ser silenciados, fue prohibida su distribución. Por fortuna, un buen número de papiros y pergaminos ocultos en los armarios o alacenas de sus numerosos seguidores hicieron de Ovidio un superviviente. Tras dos milenios, tras numerosos y previsibles vericuetos, sus versos han llegado hasta nosotros. Gracias a sus apasionados seguidores, hoy conocemos y disfrutamos de uno de los grandes de la literatura antigua. Por fortuna, ni el hipócrita emperador, ni su lacayo fustigador, triunfaron en su afán destructivo.

De los muchos y prestigiosos poemarios de Ovidio, cabe destacar el ‘Arte de amar’, ‘La Metamorfosis’[1], ‘Cosméticos para el rostro femenino’ y ‘Cartas de las heroínas’.


[1] No confundir con «La Metamorfosis» de Franz Kafka.

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