Aficionado desde niño a la lectura, Ray Bradbury enseguida comprendió la vulnerabilidad de los libros, no tanto por su valor físico sino por la pérdida irreparable del conocimiento almacenado en ellos. No tardó en tomar conciencia de que, en nombre de la pureza moral, la destrucción a través del fuego siempre ha sido una de las grandes tragedias que abarcan la historia de la humanidad.

A esa gran pira universal y tan antigua como la xenofobia, el joven Ray descubrió que habían sido arrojadas esculturas, manuscritos, libros bien de ciencia, bien de magia, obras de Dante, de Ovidio, de Boccaccio con su inigualable Decamerón. A los trece años retumbaban en sus oídos las proclamas nazis de Joseph Goebbels y sus llamamientos a la quema de libros. No le pasaron por alto las hogueras españolas motivadas por la Santa Inquisición, reduciendo a cenizas cuantos códices mayas y aztecas pudieran caer en sus manos. Tampoco se le escapaba a Bradbury que, en la ciudad de Maní del estado de Yucatán, al amparo del proceso de un 12 de julio del año 1562, el misionero Diego de Landa Calderón[1] utilizó la tortura para extraer a los nativos confesiones de paganismo y herejía. En el Auto de Fe donde los indígenas mostraban su arrepentimiento, Landa dejó escrito:

«Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena».

De hecho, en su novela ‘Crónicas Marcianas’ y en una similitud que bien podríamos equiparar a la conquista de América, de toda América, nos relataba:

«Después, cuando ya todo estaba tranquilo, vinieron ellos, los aguafiestas, gentes con ojos de color de yodo y sangre de mercurio a imponer sus ‘climas morales’, a repartir la bondad…»

El interés por la cultura milenaria de los reinos al sur de su país es algo que nunca ocultó.

Las generaciones actuales no podemos responsabilizarnos individualmente de actos de barbarie cometidos siglos atrás por los hombres con ojos de color de yodo y sangre de mercurio, pero —en palabras de Thomas Piketty—, «cada uno de nosotros es responsable de cómo decide tenerlo en cuenta en su propio análisis del sistema económico mundial, de sus injusticias y de cómo debería cambiarse»[2].

Como víctima de una nueva/vieja hoguera de las vanidades promovida por el fanatismo del senador Joseph McCarthy, el autor de ‘Crónicas marcianas’ tampoco escapó de las extendidas acusaciones de antipatriota

El corazón o núcleo principal de ‘Fahrenheit 451’ reside en una mordaz crítica a la censura. Nos cuenta la historia de un país donde por ley está prohibido leer libros con el argumento de que leer obliga a pensar y, a su vez, pensar limita la libertad de ser feliz. Nos expone un relato que, en su grado extremo —como si de un mundo al revés se tratara— revierte la función del cuerpo de bomberos municipales. Ya no se trata —nos dice el autor— de sofocar incendios. Al revés, se requiere de estos profesionales para —Montag es el bombero protagonista—, tras la búsqueda de libros escondidos bien sea en casas particulares, bien sea en bibliotecas clandestinas, de inmediato y con potentes lanzallamas alimentados con queroseno, enviarlos a la nada, al volcánico mundo de las cenizas.

El ficticio Montag, no podía, no quería, o no sabía que, en realidad, lo que él abrasaba era más, mucho más de lo que imaginaba. Como dijo un pensador chino hace 2.500 años, «cuando el sabio señala la luna, el necio mira el dedo».Tal vez por estar prohibido, Montag no había leído a Borges informándonos que…

«De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo…, solo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria».

Por fortuna, en ‘Fahrenheit 451’, la esperanza se sobrepone a las tinieblas y, como partisanos dispuestos a luchar por sus vidas, por sus culturas, por la memoria de su pasado y por un futuro con las alas desplegadas, en grupos cada vez más numerosos, los héroes de la novela, los amantes de la literatura, con tesón y al amparo de la clandestinidad, para evitar que el conocimiento se pierda, cada individuo, asumiendo para sí el reto de ser «la voz de un libro», memorizan los textos. Cada cual el suyo.

De uno u otro modo, esta es una modesta parte de la historia de la literatura, de la historia de su libertad, de la nuestra. 


[1] (España 12 de noviembre de 1524 – Yucatán, 29 de abril de 1579) Misionero español de la Orden Franciscana en la provincia de Yucatán y segundo obispo de la Archidiócesis de Yucatán entre 1572 y 1579.

[2] Thomas Piketty, ‘Una breve historia de la humanidad’.

4 comentarios sobre “-A CERCA DE RAY BRADBURY (2ª parte)

  1. Gracias por traer de nuevo a la memoria esta obra imprescindible de Bradbury. Como sucede con la higiene doméstica, hay que continuar limpiando: en este caso, limpiando la memoria del polvo que relega a veces al olvido textos de esta trascendencia .
    Saludos!

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