EL AMOR ES COMO EL MERCURIO
Querida Indira, como sabes, tu abuelo y yo nacimos en una pequeña aldea muy cerca de Nagarkot, ahora es un lugar visitado por los turistas, pero en aquella época te puedes imaginar… el enclave es precioso y los visitantes acuden para ver el amanecer y su sol naciente, un sol espléndido que a primera hora alumbra las crestas del Himalaya, entre otras la de nuestro gigante Everest. Sí, allí nacimos tu abuelo y yo, un lugar de Nepal por entonces olvidado de los dioses y más pobre que las ratas. Bueno, aún sigue siendo muy pobre, pero entonces…
Tu bisabuelo era propietario de dos o tres cabras y un famélico caballo que utilizaba para desplazarse, nosotros éramos de los ricos, te puedes imaginar… las casas estaban hechas con adobe, barro y paja, y según tengo entendido en todos estos años no ha cambiado mucho.
A pesar de estar rodeada de mugre y descalza, era feliz correteando por la aldea, brincando por los campos cercanos, campos de un bello y colorido amarillo verdoso, llenos en la comarca de floridas y silvestres plantaciones de mostaza.
Aunque a nuestra manera disfrutamos de la infancia, en la mayoría de los casos, especialmente para nosotras, las niñas, este pequeño regocijo tenía fecha de caducidad. Los matrimonios, todos sin distinción, eran concertados. Eso era y aún hoy es algo como bien sabes, muy arraigado a nuestra cultura. Las jovencitas debíamos admitirlo como algo natural. ¿Quién, si no nuestros padres, tenían el derecho y la potestad de decidir sobre nuestro futuro? Y naturalmente, no podía ser de otra manera, ese también fue mi caso.
Yo tenía trece años recién cumplidos y un día mis padres recibieron la visita de un lejano pariente de una aldea cercana, su rostro me era familiar aunque con cierta distancia, quizás de alguna coincidencia anterior. Estaba sentada en el suelo quitando pulgas a la vieja perra que teníamos, cuando este señor pasó cerca y con manifiesta ternura me acarició el pelo —hola pequeña Chandra—comentó —ya veo que eres una jovencita atareada, eso está muy bien—. Lo recuerdo porqué a partir de ese día se inició un cambio importante en el ciclo de mi vida. Su visita respondía al deseo de establecer un firme compromiso de matrimonio de su hijo menor, con la única casadera de nuestra familia, y que naturalmente era yo, tu querida abuela.
No habían pasado muchos días, dos o tres semanas como máximo, —no recuerdo muy bien— cuando acompañé a mis padres a la aldea del pariente lejano. Me engalanaron con lo mejor que tenía, que naturalmente era muy poca cosa aunque eso sí, acudí aseada y peinada como nunca antes podía recordar. Fui presentada a quienes debían ser mis futuros suegros y al joven Sudhir, quien habría de ser mi futuro esposo. Lo recuerdo como un chico muy tímido, tanto o más que yo en aquellas circunstancias, ni guapo ni feo, pero a pesar de ser delgado se le veía un joven fuerte y trabajador —observé que tenía las manos callosas— y eso era un detalle que mi padre valoraba ampliamente. Él tenía dieciséis años, yo, como ya he dicho, rondaba los trece. En esa entrevista y con mucha discreción, constantemente nos mirábamos de reojo, pero eso sí, te puedo asegurar que en el tiempo que duró el encuentro, no nos dirigirnos una sola palabra. Mis padres y los suyos establecieron que dos años sería el tiempo razonable para formalizar el matrimonio, Sudhir habría cumplido los dieciocho y yo los quince, no existía motivo para esperar más tiempo. Inmediatamente se hizo público entre familiares y conocidos nuestro compromiso. Todo normal dentro de la tradición.
Pasaron las semanas, pasaron los meses, naturalmente ni Sudhir ni yo habíamos vuelto a vernos, no era necesario, tiempo habría. Sin embargo al hacerse público mi compromiso, muchas eran las amigas de la aldea que se acercaban para felicitarme, incluso alguna de ellas algo más mayor y ya casada, lo hacía para darme consejos del comportamiento que sin olvidar, debía tener una vez desposada y trasladada mi residencia al domicilio de mi futuro marido. A mi nuevo hogar.
Y ésta es la parte más difícil —decía mi amiga— me hubiera gustado seguir viviendo con mi marido en casa de mis padres, pero eso es imposible, siempre, siempre, nosotras debemos ir a la suya y allí, como sea, aún a regañadientes, adaptarnos a la nueva familia con todas las consecuencias.
Y mi amiga, de la que habíamos sido hasta hacía algo menos de un año casi inseparables, con la que tenía una enorme confianza desde que éramos niñas, me habló de su nueva situación. Dentro de mis escasos conocimientos acerca de la vida real, oír de su boca los relatos de la nueva existencia. Ver caer por sus mejillas unas lágrimas que seguramente no eran las primeras ni serían las últimas, produjo en mi pequeño cuerpo un enorme estremecimiento, y en mi inmadura mente una gran agitación. A pesar de todo y en un principio, necesitaba pensar que lo que ella me relataba, lo que mis oídos apreciaban, no tendría por qué ser obligatoriamente un calco de mi destino. Que ingenua era. Afortunadamente después aparecieron circunstancias que dieron un vuelco total a mi situación, no así a la de mi amiga que resulto ser víctima de un terrible engranaje. Se hallaba atrapada en la misma maquinaria que mantiene aprisionadas a miles y miles, a millones de mujeres en Nepal y otros lugares.
En la relación que yo mantenía con mi amiga, había algo más, algo que a la postre resultó determinante para mi futuro. Ella tenía un hermano gemelo, sí, prácticamente igual de guapos los dos (al menos así me lo parecía) y aunque no tenía con él una relación fluida, diaria quiero decir, es cierto que disfrutaba ratos de entretenimiento compartidos con ellos, especialmente cuando los dos hermanos decidían dar rienda suelta a su imaginación. Tan unidos estaban, que escuchar fantasías, relatos u opiniones de uno, parecían extraídas de la imaginación de la otra, o al revés.
Doce meses más tarde, y tras varios desplazamientos de mi padre a la aldea de mí prometido y otras tantas de mi futuro suegro a la nuestra, habían quedado acordados y pulidos todos los flecos que configurarían nuestro enlace. En uno de esos desplazamientos, el padre del joven Sudhir vino acompañado de su esposa, yo no coincidía con ella desde aquella primera visita donde fui presentada a su familia y a mi pretendiente. Ya en aquella ocasión, y aunque procurara ser amable conmigo, incluso halagadora, pude percibir en sus expresiones falta de sinceridad, varias veces observé su mirada escrutadora, mirada que inevitablemente y dentro de mi inocencia, me obligaban a ponerme en guardia. En esta segunda ocasión apenas recibí de ella un frío saludo al cruzarnos a la entrada de mi casa. Me pareció ver en mi futura suegra una actitud en exceso arrogante, algo así como queriendo marcar las distancias y deseando establecer el orden jerárquico. En la ingenuidad lo atribuí a mi falta de tacto, el de una jovencita de catorce años, y a no saber comportarme adecuadamente ante los mayores. Esto era algo que producía inquietud en mi ánimo. Era consciente, sabía que tras la ceremonia de boda, mi lugar estaría al cobijo de la nueva familia, que mi destino porque así estaba establecido desde el principio de los tiempos, estaría sujeto a mi marido y por extensión a su familia. Bajo ningún concepto deseaba transmitir una mala impresión.
La situación de mi amiga se siguió complicando, tanto, tanto… la pobrecita llegó a un estado de total desesperación. La suegra, las cuñadas, tenía dos y algo mayores que ella, estaban felices, una nueva ayuda entraba en casa para las tareas domésticas. ¿Nueva ayuda? ¿Solo eso? Mi amiga estaba obligada a ganarse la manutención haciendo frente a los trabajos más penosos. Naturalmente era ella quien por las mañanas recogía los orinales de la casa trasladando las micciones nocturnas, incluso los excrementos de la noche al pozo externo ubicado en la trasera de la ruinosa vivienda, naturalmente era ella quien en invierno se cuarteaba la piel de las manos en las frías aguas del riachuelo, frotando con energía la mugre acumulada en la sucia ropa de toda la familia, naturalmente era ella quien madrugaba acarreando leña para el encendido del ennegrecido fogón. Rara era la tarea doméstica que no recaía con rigor sobre sus manos y espaldas.
—No estaría mal del todo —decía mi amiga— si al menos percibiera un reconocimiento a mi trabajo y disposición. Por el contrario, es como si me sintiera obligada a venerar a todos los miembros de mi nueva familia. Dentro de la supuesta jerarquía, para mí solo había dos grados: en la parte alta todos sus miembros menos yo, en la parte baja… yo. Ahí, junto al asno.
Solo había una tarea doméstica en la que mi amiga no tenía autorizada la participación. Limpiaba los pucheros y cuantos cacharros para la cocción de alimentos ensuciara la madre de su marido o sus hermanas, pero nunca, nunca, le estaba permitido participar en la elaboración de la comida. Argumento suficiente según su suegra y cuñadas para marginarla a la hora de compartir mesa, al menos mientras su marido estuviera ausente, que era casi siempre.
Quiso buscar el apoyo o al menos la comprensión de su joven esposo —no sirvió para nada— le lloraba, le suplicaba… No tardó mucho en comprender que incluso para él, era una extraña en el hogar, que primero y por imperativo familiar, se debía a los suyos y ella al fin y al cabo, era una recién llegada que debería ganarse el respeto y el puesto con paciencia y sacrificio.
—El día que des a luz un hijo varón, comprobarás cómo mejora tu situación. Entonces comprenderás que en realidad mi madre sí te aprecia, y por supuesto, no te quepa duda, reconocerá tu valiosa aportación a la familia. Así era su razonamiento.
Mi amiga —querida Indira— estaba desesperada, ni siquiera cabía en ella la esperanza del casamiento de algún hermano de su marido (no lo tenía) y con eso, poder ganar al menos el triste derecho de antigüedad en la familia. Su única esperanza residía en esperar el matrimonio de las dos jóvenes cuñadas con el consiguiente abandono del hogar, y a más largo plazo, el fallecimiento de la suegra. Entonces sí, entonces ella sería la «reina de la casa» y solo debería esperar el matrimonio de su posible futuro hijo, para así, disfrutar del estatus de suegra, aplicando en la nuera, la misma receta de la que ahora era víctima, y entonces, quizás por inercia, quizás por un absurdo sentido de revanchismo, perpetuar la tradición.
Buscó algo de refugio y un mínimo de consuelo entre sus padres, su anterior familia, tampoco lo encontró.
—Debes entender —decía su madre— que la familia de tu marido, es ahora tu familia y que te debes a ellos. Muy acertadamente aceptaste el joven que te propusimos y ahora debes tener paciencia como yo la tuve, ya verás como con el tiempo todo irá a mejor, tu marido llegará a apreciarte, incluso a quererte cuando le regales descendencia. Pero antes… querida hija, tienes que ser humilde, deberás hablar poco y sin quejarte, aguantar las injusticias sin enfado, darles la razón a pesar de opinar diferente, soportar con resignación las habladurías. En definitiva, ganarte su afecto a través de la sencillez y la paciencia. Si actúas así, más pronto que tarde serás admitida por su familia.
Mi pobre amiga solo en su hermano gemelo encontraba algo de comprensión. En realidad para ella todo era tan abrumador, tan falto de consideración, respeto y cariño, que en su desesperación escogió el camino más corto y sin duda más trágico. Como tantas y tantas mujeres en nuestro país, incapaces de soportar más humillaciones y más incomprensiones, optó por la única salida liberalizadora que era capaz de imaginar. Rodeada de seres no queridos, la tristeza y el abandono se apoderaron de ella. Descubrió en su interior la tragedia de la soledad, esa que imposibilita compartir el miedo.
Para mí, conocedora de sus sufrimientos, el desgraciado suicidio de mi mejor amiga supuso un terrible golpe, en mi interior se agitaron todos los demonios. Aún faltaban algunos meses para mi boda, suficientes para perderme en el endiablado mundo de mis temores. En el rostro de mi futura suegra veía la maldad de la suegra de mi amiga, en los silencios y la indiferencia de mi prometido captaba mi propia y futura debilidad, y en los consejos maternos que por entonces recibía, intuí la definitiva despedida de mi querido hogar, el destierro del paraíso, el camino sin retorno.
—Querida Indira, este relato es un trozo pequeño de la historia de tu abuela, la historia de una jovencita que hace muchos años con una edad parecida a la tuya, y a pesar de que en este país vivimos siempre motivados por la fuerza de las costumbres, consiguió romper un muro aparentemente infranqueable. No fue fácil, todo estaba en mi contra, incluso llegue a ser repudiada por mi familia. Lloré mucho, muchísimo, la incomprensión me rodeaba, la indiferencia de los míos estuvo a punto de aplastarme y sin embargo ya lo ves… sobreviví. Afortunadamente y junto a tu difunto abuelo, del que habrás descubierto, era el hermano gemelo de mi amiga, y del que estaba profundamente enamorada, encontré, mejor, encontramos el camino de nuestra felicidad. A pesar de los desprecios que recibimos tanto de su familia como de la mía, nunca nos arrepentimos. En el valle de Nagarkot ya no teníamos cabida y sin ser una ley escrita, el destierro de la aldea fue nuestra penitencia. No nos importó, escogimos el camino de la ciudad. A pesar de las muchas, muchísimas dificultades del principio, Kathmandú se convirtió en nuestro refugio, y a pesar también de la pobreza que nos rodeaba, conseguimos sacar adelante a nuestra familia. Fuimos fuertes y perseverantes, desde el primer día supimos vivir muy unidos, eso no nos lo podía quitar nadie. Sabíamos que el amor es como el mercurio en las manos —bueno, entonces no conocíamos ese metal— pero sabíamos que nuestro amor se sustentaba en la libertad. Deja la mano abierta y el mercurio permanecerá, agárralo con firmeza y escapará.