El libro con uno u otro formato está en constante lucha por sobrevivir. Desde siempre, desde aquellas primeras tablillas de Asurbanipal o aquellos delicados rollos de papiro que con tanto celo protegía Hypatia en la Biblioteca de Alejandría, los enemigos han sido múltiples, cada época los suyos. La del libro, emulando a Michael Ende, es también una historia interminable; en unas ocasiones en despiadado sacrificio ante las hogueras nazis, en otras —pero no por ello menos feroces—, sustentada durante siglos al menos hasta el año 1966, en leyes y decretos al amparo del ‘Index Librorum Prohibitorum’.

          Coincidiendo en el mes de junio con el décimo aniversario de su fallecimiento, Ray Bradbury consciente de la competencia de otros medios nos avisaba:

«…la televisión, esa medusa que convierte en piedra a millones de personas todas las noches mirándola fijamente, esa sirena que llama y canta, que promete mucho y en realidad da muy poco».

Por fortuna la contienda nunca estará perdida, claro está, no olvidando que cada cierto tiempo habrá que parapetarse del fuego enemigo, de ese constante bombardeo de información superflua, alimentando de paso nuevas y banales distracciones. Entre otros fuegos y bombardeos, el del queroseno que, a los 451º Fahrenheit[1], según había sido instruido Ray Bradbury por el jefe de bomberos de Los Ángeles en California, ardían los libros.

Desde su infancia Ray siempre fue aficionado a la lectura, creció fascinado por Julio Verne, H.G. Wells y otros autores de novela fantástica y de ficción. Del cine —esa máquina forjadora de sueños—, ‘King Kong’ resultaría una de sus películas favoritas; se enamoró de ‘El Jorobado de Notre Dame’.

Con doce años y en carnavales, un hombre disfrazado de mago, de nombre Mr. Eléctrico, tras tocar a Ray en el hombro con su espada, ordenó: ¡Vive siempre! El método que el niño encontró para cumplir semejante mandato fue hacerse escritor. En el año 2001, en su página oficial (www.raybradbury.com) narraba:

«Decidí que era la mejor idea que había escuchado en mi vida. Empecé a escribir todos los días. Nunca paré (…) Hace mucho perdí contacto con Mr. Eléctrico, pero desearía que existiera en alguna parte del mundo para correr hacia él, abrazarlo, y agradecerle por orientar mi vida y ayudarme a ser escritor».  

En 1950 publicaba ‘Crónicas marcianas’, en 1953 ‘Fahrenheit 451’. De la primera y solo a modo de que pueda valorarse la importancia de la novela, decir que, en formato digital, su libro reposa sobre el suelo marciano; en 2007 transportado por el Phoenix Mars Lander propiedad de la NASA, ‘The Martian Chronicles’ viajaba hasta el planeta rojo. Allí, en el polo norte marciano, ejerciendo de punta de lanza cultural de los humanos, reposa acompañado de los ilustres H.G. Wells en ‘La Guerra de los mundos’, también de la grabación radiada por Orson Welles de esta misma novela, así como ‘Marte verde’ de Kim Stanley Robinson. Sería interesante saber cómo transcurre el tiempo marciano para ellos, en que pueden derivar sus —supuestas— e interminables charlas, alejados como están de quienes, desde aquí, residentes temporales en un planeta llamado Tierra, tenemos tanto que agradecerles. Dentro del reconocimiento interplanetario hacia el creador de ‘Crónicas marcianas’, hay que indicar que un asteroide y un cráter lunar fueron bautizados con su nombre.

Referido a ‘Fahrenheit 451’, el autor nos narra una sociedad futura en la que los gobernantes apuestan por una felicidad inducida, basada en la ignorancia, siempre en el consumo (consumismo) promovido a través de la TV. Una felicidad basada en la no acción de pensar —si no pensamos, no sufrimos—; mejor, no saber.

En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara del año 2009, manifestaba que escribió ‘Fahrenheit 451’ para advertir a las personas sobre la necesidad de proteger las bibliotecas y los libros. No era esta una apreciación baladí. En una entrevista para un periódico local decía:

«Debemos aprender de la historia acerca de la destrucción de los libros. Cuando yo tenía quince años Hitler, quemó libros en las calles de Berlín. Eso me aterró porque era un bibliotecario, era un joven de libros y estaban tocando mi vida, todas esas grandes obras, toda esa gran poesía, todos esos maravillosos artistas, esos grandes filósofos. Luego me enteré de que Rusia también estaba quemando libros —detrás de escena—, de tal forma que la gente no se enteraba; Y estaban matando a los autores. Aprendí que si no tienes libros no puedes ser parte de una civilización ni de una democracia».

‘Fahrenheit 451’ supone el más estúpido paradigma de reprobación hacia un libro; para sus censores a la vez que implicaba ser elevados al altar de la incongruencia, les suponía caer en el pozo de la indignidad. Ardían en deseos de prohibir un libro que habla de una civilización futura en la que está prohibido leer libros. Un mundo en el que los libros terminan convertidos en ceniza; sus propietarios y los hogares donde están cobijados, pasto de las llamas. En realidad, para nada fue desacertada la reflexión de Heinrich Heine en su tragedia Almansor[2], cuando nos decía que «donde se queman libros, se acaba quemando a las personas». ¿No sentirían los censores de ‘Fahrenheit 451’ algún ligero cosquilleo en su intelecto? ¡Me temo que no! El servilismo por una razonable remuneración hace milagros. «La voz de su amo».

Continuará.


[1] 232,7º centígrados

[2] Tragedia en verso del escritor alemán Heinrich Heine (1799-1856). Perseguido y exiliado por sus simpatías hacia el socialismo utópico. Tradujo al alemán el Quijote.

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