Por aquellos lares del Madrid de los Austria, el convento de San Plácido conocido por su serena humildad ocupaba un esquinazo de primera categoría entre las castizas calles de San Roque y Madera, circundadas ambas y con acceso principal por la calle del Pez; todo dentro del hoy bien conocido barrio de Malasaña. Reinaba por entonces Felipe IV, conocido como rey Planeta (aunque nunca salió de España) y reconocida su adicción al sexo. Por unos instantes, la circundante calle, el mencionado convento y el afamado rey, ya que además de espacio y época compartían luces y sombras, serán —con algo de paciencia— objeto de nuestra atención. Veamos:

Mencionan las crónicas que por los años medios del siglo XVII, una hermosa finca con cinco estanques y numerosos pececillos de colores servía de refugio y descanso a su muy insigne propietario, el cura Diego Henríquez, eclesiástico de elevado rango y cuna. Mencionan también que este, ya entrado en años, cansado de tanto ver y oír, apoyada la cabeza sobre una de las más bellas fontanas, exhaló su último suspiro. Los criados, que raudos corrieron a dar auxilio al amo, así lo dejaron atestiguado. 

Pasado un tiempo —no mucho—, la finca sin amo pronto tuvo sus diestros pretendientes; de entre estos, destacó por raudo y bien acondicionado, el pudiente don Juan Coronel, padre a su vez de la virginal y casta hija llamada Blanca. Embellecido por los cinco estanques, se trataba de construir un hermoso caserón, refugio y dicha de tan noble, aunque reducida familia. Ladrillos, cal, arena y madera serían importados desde un no muy lejano polvero del lugar; por suerte y dadas las circunstancias el agua para la argamasa no habría de faltarles. Siendo así, el caso es qué…

Bien por un maleficio, bien por el vertido de deshechos de mortero a los estanques, día sí y día también, empalidecidos sus colores, en cuestión de semanas, todos menos uno, los peces amanecieron flotando en las turbias aguas. Este último sobrevivió gracias a la pericia y cariñosa disposición de la niña Blanca. Rauda ella, en una pecera logró rescatarlo de la putrefacción calcárea, o como dicen varios cronistas, del maleficio. Se cuenta también que el pez auxiliado debía tener los días contados; en la misma jornada que padre e hija —esta, abrazada a su hermosa pecera— cruzaban el umbral de nuevo palacete, Blanca entraba en crisis por el súbito fallecimiento del último y acuático superviviente. Derivado de la trágica realidad, la niña, acaso más bien ya moza, con gran pesar de Don Juan Coronel, deshecha y desposeída de la buena ventura, optó por la reclusión monjil en el más cercano de los conventos; es decir, el ya mencionado de San Plácido. Menester es mencionar que, con ánimo de sobreponer el pesar juvenil, había recibido un regalo paterno consistente en un pez esculpido sobre una placa de piedra, placa que aun hoy —y desde entonces dando nombre a la calle—, adosada a la fachada, puede ser apreciada por los visitantes del lugar. Calle del pez.

Pero…, porque así lo marca la narración, regresemos al convento, y en especial al siniestro relato acaecido por entonces; relato o leyenda del que desconocemos el nivel de implicación de la novicia; si este solo lo fue de conocimiento o, por contra, acompañada de dos docenas de monjas, llegó a mayores. Nunca se hicieron de dominio público sus nombres, no siendo el caso del prior y confesor del convento, Juan Francisco García Calderón.

Se narra la posesión diabólica de veinticinco monjas, y entre ellas, la fundadora del convento Sor Teresa Valle de la Cerda. Posesión diabólica que, sin entrar en detalles, y por eso mismo con mayor riesgo, se dejaba al libre albedrío el porqué y el cómo se pecaba en prácticas colectivas, entre ellas y el confesor, resaltándose cuan mal mayor, la inaceptable profecía de la reforma de la Iglesia. La inquisición tomó cartas en el asunto dando comienzo a los oportunos exorcismos, previos siempre a los juicios eclesiásticos. García Calderón acusado de herejía y tras abjurar de vehementi, resultó condenado a reclusión perpetua. Algo más condescendiente resultó la autoridad al condenar a las monjas previo a abjurar de levi a cuatro años de reclusión en diversos retiros. Así, por el momento, pero solo por el momento, el prestigio del convento quedaba a resguardo.

Decíamos al inicio que por entonces reinaba Felipe IV, y así era que su majestad, sin olvidar que los mentideros le atribuían trece hijos legítimos y treinta bastardos, se vio deseoso de dejar su impronta en tan noble calle y elevado convento. Es decir…

Se sabe que las campanadas del reloj de la iglesia del convento plagiaban a toque de difuntos, vamos, que tocaban a muerto. Para cualquier observador, este acontecimiento debería estar exento de lógica. Exento salvo que…

Bien es sabido que, en penitencia y reparación de algún pecadillo, el noble carillón fue regalo del rey, un regalo a sumar al nada desdeñable patrimonio del convento. Una vez más haciendo uso de las crónicas de la época, sabemos que Felipe IV, en atributo a sus poderes reales, se encapricho de una bella y joven monja llamada Margarita. Ante el acoso real y deseosa ella de respetar los votos de castidad, no dudo, solicitando su protección, en poner en antecedentes a la abadesa. De inmediato (ya que esta tenía más escamas que un pez), ante los ojos de su majestad y producto de las malas fiebres, hizo pasar a Margarita por un cadáver modestamente ornamentado en un ataúd de madera de pino. La puesta en escena dio su resultado; el rey y el séquito que aquel día lo acompañaba huyó de estampida, no fuera a ser que dadas las fiebres… Al menos para la ocasión, el prestigio y la honra del convento, incluso enfrentado a regios deseos, una vez más quedaba a salvo. Tal dicen que fue la impresión causada al rey, que este, deseoso de expurgar su conciencia, además del mencionado carillón, encargo a Diego Velázquez la conocida pintura del ‘Cristo crucificado’, hoy en posesión del Museo del Prado, aunque, por muchos años expuesta en las bien ornamentadas paredes del convento de San Placido, claro está, en la muy castiza calle del Pez. 

Vladimir Merino Barrera

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