«Fue el 15 de junio de 1767 cuando Cósimo, mi hermano, se sentó por última vez entre nosotros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos en el comedor de nuestra villa de Ombrosa[1]…/… Era mediodía, y nuestra familia por tradición se sentaba a la mesa a aquella hora. …/… Recuerdo que soplaba viento del mar y las hojas se movían. Cósimo dijo: ¡He dicho que no quiero y no quiero!, y rechazó el plato de caracoles. Nunca se había visto una desobediencia tan grave».

Ante la reprimenda del padre, ‘barón Arminio Piovasco de Rondó’, hombre de ideas confusas y carácter voluble, deseoso de armonizar y ser aceptado por la nobleza genovesa, descarga sobre el niño de 12 años los argumentos propios de la buena educación del siglo XVIII y los convencionalismos del lugar.

Italo Calvino, con la intrepidez de quien se sabe dueño del juego de la fantasía y, por ende, de quien está dispuesto a hacernos un gran regalo literario, toma la decisión de izar al niño Cósimo a lo alto de la gran encina que, en aquellos lares de la finca familiar, al momento proyectaba agradable sombreado sobre la cazuela de los moluscos gasterópodos.

—¡Ya bajarás, ya! —Barruntaba el barón de Rondó.

Cósimo, desde su atalaya recién convertida en guarida, observaba. Observaba y guardaba silencio. La decisión estaba tomada. Junto a la encina una higuera, junto a esta un nogal, más allá algarrobos, almendros, cerezos, más encinas, más higueras… Arboledas entrelazadas y abrazadas por sus vigorosas y frutales ramas. Sí, la decisión estaba tomada. Ese era/sería su nuevo hogar, para siempre. Cincuenta y tres años de árbol en árbol, de rama en rama, de país en país, siempre burlando la ley de la gravedad. A veces, un trozo de tierra desnuda lo obligaba a larguísimos rodeos»[2]

Jamás volvió a apoyar un pie sobre tierra parda o verde césped.

Dicen las crónicas que, en tiempos de los Reyes Católicos y los viajes de Colón, un mono podía cruzar de norte a sur la península sin descender de los árboles. Sea o no verdad, lo muy cierto es que el joven Cósimo —intrépido él—, viajando allende los bosques, descubrió ciudades varias y países diversos, entabló amistades y amoríos dignos de revistas del corazón. Alejado del cerril y poco sofisticado foco paterno, en contacto con otras gentes, otras culturas, otros idiomas —asimilados con vocación y prontitud—, Cósimo aprendió a disfrutar de la libertad por él elegida, aunque, y no por ello, libertad libre de esfuerzos ni de compromisos, tanto sociales como en defensa de la naturaleza. «A Cósimo siempre le había gustado observar a la gente que trabaja», indicaba su hermano Biaggio. Y, en un diálogo entre padre e hijo…

—He oído que te afanas por el provecho común

—Me despierta interés la salvaguarda de los bosques donde vivo, señor padre.

—¿Tú sabes que podrías mandar en la nobleza vasalla con el título de duque?

—Sé que cuando tengo más ideas que los demás, si las aceptan, doy a los demás estas ideas. Y esto es mandar.

En España entabla amistad con un grupo de nobles y sus familias andaluzas, gente expropiada de sus posesiones por cuestión de privilegios feudales y exiliada de la corte de Carlos III, que, como él, —en este caso obligados—, se ven en la necesidad de vivir en los árboles.

En sus originales viajes, Cósimo descubrió la Europa de los movimientos reformistas, los entresijos de la nobleza y la iglesia, las fratricidas luchas entre jacobinos y girondinos. Llegó incluso a entrevistarse con Napoleón, él en lo alto, sobre la rama de un nogal, el Emperador a ras de suelo, con el cuello oblicuo, esquivando los rayos de sol y elevando la mirada hacia su interlocutor. Impresionado por las leyendas que del barón de Rondó había escuchado, en una frase preparada para la ocasión, sentenció: «Si yo no fuera el emperador Napoleón, habría querido ser el ciudadano Cósimo Rondó».

Cumplidor en sus últimas horas, enfermo y consciente de su debilidad, fiel a su inquebrantable vocación, Cósimo decide emprender un último viaje. Este —porque así lo había decidido el autor— lo realiza privado de ramas y árboles, de encinas y nogales, en vuelo hacia un horizonte despejado, hacia el infinito. ¿Qué cómo? ¿Que qué es eso de salir volando? Mejor no indicarlo aquí. Deberá ser el interesado en NO perder el tiempo, quien, disfrutando de la literatura libre y ambiciosa, mitad fantasía mitad historia, mitad rebeldía mitad convicciones propias, decida averiguarlo a través de la lectura de «El barón rampante».

Italo Calvino, en sus últimos días dejó escrito:

«Los proyectos demasiado ambiciosos pueden ser objetables en muchos campos, pero no en la literatura …/… Solo si los poetas y los escritores se proponen tareas que nadie más se atreve a imaginar, la literatura seguirá teniendo una función».

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En estos días se celebra el centenario del nacimiento de Italo Calvino (15 de octubre de 1923). Nacido en Cuba, hijo de un ingeniero agrónomo italiano y madre argentina, desplazados a las américas por razones de trabajo. Trasladado a Italia a los dos años y tras una fructífera profesión literaria, fallecería en Siena el 19 de septiembre de 1985.

Cabe destacar, desde su principio social y ecológico (este último, incluso premonitorio), además de ‘El barón rampante’, novelas tan significativas como: ‘El vizconde demediado’, ‘La nube de smog’, ‘Las ciudades invisibles’ o ‘Si una noche de invierno’. Afiliado al PCI, en 1956 abandona la organización en desacuerdo con la invasión soviética de Hungría. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y tras ser llamado a filas, desertó para alistarse en las Brigadas Partisanas Garibaldi.


[1] Pueblo pesquero de la República de Génova.

[2] De la novela ‘El barón rampante’.

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