Madrid, mañana soleada, Domingo de Ramos, 18 de abril de 1886; Monseñor Narciso Martínez-Vallejo primer obispo de la diócesis de Madrid se apeaba del lujoso coche de caballos. Raudo a celebrar la misa de diez en la Catedral de San Isidro, ascendía erguido los primeros escalones. Apenas dos meses al cargo y novedoso en sí mismo ya que, por extraño que pudiera parecer, hasta entonces la capital del reino no disponía de Diócesis propia. La dificultad del reto no era menor, consolidar la plaza requería mano firme y él la tenía. Habiendo ejercido —según la ocasión—, bien de diputado a Cortes, bien de senador, en ambos casos por la provincia de Guadalajara, lo cierto es que de ‘tablas’ y habilidades no carecía. Con el prestigio y la emoción de celebrar la ‘Fiesta de las palmas’, convencido estaba de superar cualquiera adversidad. Y, siendo la confianza el reverso de la prudencia, quien sabe si acaso fuera ese el mayor de sus errores. 

Ocurría que al poner el pie (en las crónicas no se indica si el izquierdo o el derecho) sobre el tercer escalón, un malvado, vengativo y malandrín criminal, escurridizo entre la muchedumbre que a misa acudía, a bocajarro, de tres certeros disparos acabó con la vida de Monseñor. A plena luz, cientos de feligreses horrorizados, entre gritos dieron fe de lo ocurrido; también, porque así lo escucharon los más cercanos, deploraron la rencorosa exclamación de ¡Ya estoy vengado! Sin oponer resistencia, fuertemente escoltado por la Guardia Civil fue ingresado en la Cárcel Modelo de Madrid.

 ¡Anarquistas! clamaban unos. ¡Republicanos! conjuraban otros. ¡Masones! reivindicaban los de más allá. Las conjeturas y la confusión circulaban al libre albedrío y, no siendo para menos, el asesino, tal vez de camuflaje —así se consideró en el inicio—, vistiendo de sotana llevaba oculta la pistola. Según fue publicado días después, el cura llamado Cayetano Galeote Cotilla y natural de Vélez Málaga, era poseedor del arma desde hacía cinco años. Artefacto adquirido en Puerto Rico en sus servicios de capellán castrense, destino ejercido tras haber estudiado en el seminario de Málaga y practicado de coadjutor en Vélez.

Reivindicativo siempre de su derecho al honor, el tal Galeote tenía fama en Madrid de malhumorado e irascible, vamos, de carácter difícil. Además, según narran las crónicas, padeciendo profunda sordera, día a día su talante incrementaba la irritación. El impedimento para ejercer el sacramento de la confesión resultaba ser una de sus mayores penitencias. Además, exigiendo parroquia propia, solo encontró calabazas en la receptividad de sus superiores, más aun siendo pública y notoria su relación con doña Tránsito Durdal Cortés, joven natural de Marbella a la que, definiendo por sobrina compartía apartamento. En el juicio por asesinato —porque a juicio se llegó—, haciendo gala el fiscal de mezclar ‘churras con merinas’, deseoso estuvo en dejar constancia de que, el discreto y humilde lugar de convivencia disponía, además de una sola pieza de dormitorio, de una sola cama. En definitiva, dado el amancebamiento y sumado este a otras causas, para sus inmediatos superiores eclesiásticos el malagueño no era de fiar.

Se dio a conocer en el juicio las cartas de protesta a la vez que de solicitud de amparo, escritas con puño y letra por el cura veleño y dirigidas a Monseñor Narciso Martínez-Vallejo. Este, hombre de principios y, como ya ha sido mencionado, de mano dura si las circunstancias lo requerían, sin siquiera tomar la molestia de contestar a los ruegos, con desdeño dio la callada por respuesta. Siendo Cayetano Galeote irascible y gran valedor del honor propio, dio en considerar como agravio inaceptable el desaire del obispo. De ahí el atentado y el grito de: ¡Ya estoy vengado! La planificación, así como la sed de reparación del detenido, estimularon al fiscal en su solicitud de pena de muerte, no siendo de esta opinión el abogado defensor, incluso el clero, quienes prefirieron atribuir el acto a una ‘pronta’ e incontrolable locura.

Y aquí, obligado es mencionar el libro «La Iglesia y Galeote, dos procesos» vendido a dos reales y publicado pocos meses después del asesinato. Se hizo la firma con el seudónimo de ‘Demófilo’ aunque, sabido era por todo el mundo, se trataba del prestigioso periodista Antonio Machado Álvarez, de cuya descendencia dos de sus vástagos inmortalizaron el apellido ‘Machado’. En su libro, el autor tomaba partido por las tesis del fiscal en detrimento de la supuesta locura, ardid de la defensa. Difícil fue en la época conseguir el texto de Demófilo. En sus atributos y poderío, la Iglesia medró lo posible por retirarlo del mercado; aun así, más de un ejemplar, contra las inclemencias de la censura llegó a manos de los solicitantes. Según se informaba al lector, el juez considerando el asesinato con agravante de premeditación, dictó sentencia de muerte, la misma fue recurrida al Tribunal Supremo quien, desechando la enajenación mental, reafirmaba la sentencia del primer juez. Ambos, en sus atribuciones dictatoriales de sentencia, fueron derrotados. ‘Con la iglesia hemos topado’, pensaron de seguro los magistrados.

También, para dar credibilidad a esta crónica, y porque todo ha de ser narrado y contado, es conveniente a modo de valioso testigo, referir a nuestro ilustre Benito Pérez Galdós, quien en calidad de periodista logró una audiencia con el reo. Estas fueron sus conclusiones: “Parece una fiera enjaulada, balanceándose con un movimiento semejante al de los cuadrúmanos aprisionados. Soberbia extraordinaria, temple moral completamente depravado y un natural quisquilloso, levantisco y rebelde a toda disciplina”.

Cayetano Galeote Cotilla, natural de Vélez Málaga ingresaba a perpetuidad en un manicomio de Leganés, falleciendo de causas naturales el 3 de abril de 1922. Descansen ambos en paz y armonía.

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