Si los escasos moradores de la montañosa aldea pirenaica de Canfranc hubieran imaginado las consecuencias, no sería erróneo pronosticar cuan diferente y, por ello, cuan gratificante, hubiera sido la hospitalidad brindada a Yael, mujer cuasi anciana de piel acartonada y rostro de altanero porte, aparentando más años de los que en realidad a sí misma se atribuía.

Menciona el cronista en la leyenda —porque de una leyenda se trata—, que Yael, siendo discípula de Yahvé, con ancestros muy antiguos en las llamadas tierras prometidas y, no tanto —apenas un siglo—, con antepasados en tierras toledanas, al igual que de su fecha de nacimiento, nunca dio a conocer su lugar de origen; al respecto, ni ella lo pregonó pues no pesaba en sus preocupaciones, ni nadie dio con mayores averiguaciones. Aun así, por fisgoneos antiguos y de lo poco que se alcanzó a saber, es conocido que en su empobrecido costal siempre llevaba, además de una enmohecida llave metálica, indicativa quizás de un noble y antiguo portón, llevaba, decimos, —acartonada como su rostro— en diminuta letra, una vieja edición de la Torá, recopilatorio de los seiscientos trece mandamientos y de los cinco primeros libros premonitorios de la Biblia. De estos, el segundo, el denominado Éxodo, de resueltas y observándose a primera vista, era el más manoseado y, por ende, el más recurrente para la vieja vagabunda. Resaltaban subrayados en carboncillo los pasajes donde Yahvé, haciendo gala de su poderío y, exigiendo la liberación del pueblo israelí, enviaba a los egipcios, junto a numerosas maldades divinas, las diez plagas más famosas del libro sagrado.

Conocedora o no del significado, lo cierto es que Yael transitaba por la antigua senda del Camino de Santiago. Es de suponer que escasa por no decir nula, sería la coincidencia con algún peregrino. Dos debían ser las causas o razones para esta no coincidencia; la primera: en aquellos tiempos, y hablamos del siglo XVI, la ruta del peregrinaje difícilmente podía disponer de las prendas y prebendas actuales. Y, quizás, aún más definitorio a la hora de juzgar la soledad de la vieja camino hacia una aldea ubicada en un estrecho valle, a más de mil metros de altitud y encastrado entre montañosas laderas…, la segunda: además de ser invierno, ocurría que, en esa jornada, hacía un día de perros.

La lucha de la mujer lo era contra la ventisca acompañada de una aguanieve que, para nada hacía presumir una mejora del tiempo, más bien, la previsión sería la contraria. A ojos de cualquier observador, su aspecto solo podía resultar lastimoso. Caminaba protegida por viejos harapos ocultos tras un plomizo, ajado y emparchado manto negro de aparente piel de vaca, rematado en su parte superior con una descolorida capucha marrón. Solo el buen calzado —del cual el cronista desconoce su origen—, estaba a la altura de las exigencias del camino; no así, como bien podía comprobarse, el resto de la indumentaria. 

A riesgo de verse desprotegida en medio de un paraje abrupto y una noche del diablo, sabía que, bajo ningún concepto debía desviarse. Anochecía y, en estos avíos Yael era sabia.

—Bajo ninguna excusa debes abandonar el sendero.

El consejo era claro. Claro y conciso. Se lo había indicado unas horas antes un joven pastorcillo cuidador de vacas. En esos gélidos parajes todo era confuso, en algún punto indefinido había cruzado la frontera. Atrás quedaba Urdos, la pequeña aldea francesa donde, a pesar de los recelos, el trato no había sido del todo reprochable. Con algo de tacto y una pequeña dosis de paciencia, había conseguido superar las hurañas formas de algunos de sus parroquianos, algo a lo que, en su tortuosa vida, así como en su largo peregrinar, estaba ya acostumbrada. Ante la adversidad, Yael poseía un arte especial para comunicarse. Si era necesario, a través de gestos, muecas o cualquier otro recurso que a tal fin pudiera servir. Además, medio parloteaba tanto el idioma francés como el español. ¡No, no son mala gente! —Pensaba para sus adentros—. Con algún ruego y más de una maña, había conseguido provisionar el costal del alimento necesario para satisfacer su poca y exigente hechura. No eran nada desdeñables los mendrugos recibidos, algo duros, sí, pero pan de centeno a fin de cuentas. Para la satisfacción del espíritu, como ya se ha indicado, viajaba siempre con su sagrado libro.

Yael era consciente —poseía suficiente información— de que, caminar por la España heredera del fraile dominico Torquemada, y hacerlo con la Torá entre sus pertenencias, en caso de registro o de un simple descuido, implicaba un riesgo de impredecibles consecuencias. Situación similar se podría aplicar a la posesión de una nada corriente llave metálica, caracterizada por llevar grabado a fuego, por un lado, la estrella de David y, escrito en el reverso, la palabra «Toledo». Muchas serían las explicaciones exigidas, no tanto por esconder la Torá —dada su obviedad—, pero sí por la posesión de la enigmática llave. De seguro, la condena por pertenencia del libro sagrado estaría subordinada al interrogatorio por posesión de la mencionada herramienta para abrir vaya a saber Dios, o en su caso y mejor, Yael, cual puerta de Toledo.

Lejos en el tiempo quedaban los «Decretos de la Alhambra», aquellos donde los reyes de Castilla y Aragón dictaban la expulsión de los judíos. Lejos, sí, pero no tanto sus efectos. Como un fuerte y temible huracán, los vientos soplados hacía más de un siglo, aún atormentaban a los herederos de aquellos sefardíes. Se trataba de imponer una cultura y un todo dominante. Y, para eso…, «una ley, una fe, un rey».

Los no conversos, y no cabe duda de que entre estos se hallaban los antepasados de la vieja Yael, engrosaron la larga lista de 200.000 judíos expulsados, muchos de ellos embarcados en el levante español hacia Génova y Nápoles; lo cual, tras variadas cábalas y sin ser nada definitorio, hace pensar al cronista que, en una de esas dos ciudades podría encontrarse la cuna de Yael y el origen de su largo peregrinar, como bien supondrá el lector, hacia Toledo. No obstante, y en el ánimo de no desviar la atención en aspectos tangenciales, regresemos al Pirineo fronterizo y al origen de esta narración.

Anochecía. La aguanieve, causa del martirio de la anciana en las primeras horas de la jornada, ya no era tal, solo era la avanzadilla de lo que estaba por llegar. Azuzados por la fuerte ventisca, los copos de nieve golpeaban su rostro. Yael necesitaba con urgencia encontrar refugio y, si fuera posible, algo caliente con lo que animar a su encogido estómago, algún caldo en el que poder reblandecer el duro pan que, como un tesoro almacenaba en el costal.

Oteando desde uno de los últimos quiebros del camino, a un máximo de cien o doscientos metros se atisbaban las primeras casas de Canfranc, pueblecito en territorio español que, según le había indicado el pastorcillo francés, sería el primero en encontrar. Entre los claroscuros de la hora y los copos de nieve, se apreciaban los primeros candiles de un escaso pero eficiente alumbrado público. Yael, en una fugaz abstracción del pensamiento —ya que sus preocupaciones caminaban por otros derroteros—, se preguntaba si esos modernos artilugios luminosos, al igual que en otros lugares por ella visitados, serían alimentadas con el aceite extraído de la grasa de ballena; un combustible exportado a numerosos rincones de Europa por la floreciente industria de los balleneros vascos. Ella desconocía qué y quienes eran los vascos, pero así se lo había indicado en Génova un próspero comerciante judío. Con los pies en la tierra y regresando a lo inmediato…, Yael necesitaba con urgencia encontrar refugio, algún tipo de alojamiento con el complemento de algo caliente para llevar a la boca. Sabía que no iba a ser sencillo, aun así, siendo prudente, era necesario intentarlo. En primera instancia, la prudencia venía marcada por el hecho de ser judía. Estaba perfectamente informada del nuevo territorio que pisaba, de las consecuencias que ocasionaría la puesta a la luz, tanto de la Torá como de la llave. Al tiempo de despedirse del pastorcillo, repitiendo la rutina habitual en la cercanía de cualquier población, más bien que mal, camuflado entre los abultados ropajes y adosado al cuerpo, escondía la biblia de Moisés, camuflada eso sí, con su nombre superpuesto en una doble cubierta, y la llave. Lo hacía en la esperanza infatigable de que esta última le abriera la puerta de la nueva fortuna. Algo, esto último, tal como minutos después pudo constatar, se antojaba lejano.

Muchas fueron las puertas a las que llamó, de ninguna recibió un mínimo de solidaridad, ni siquiera de cortesía. No pedía mucho, un cobertizo con algo de paja seca para dormir y un poco de agua caliente para ella misma prepararse algún tipo de brebaje. En algunos casos, tras un furtivo vistazo tras la contraventana, a la llamada respondían con un desolador silencio; en otros, incluso subordinando el orgullo, haciendo de tripas corazón y mordiéndose la lengua, necesitó tragarse el sapo de «márchate bruja». Yael, crecida y criada en una vida de austeridad y escasas ceremonias a la delicadeza, aunque cada vez más enfurecida, menos contenida para dar rienda suelta a su desesperación, decidió no darse por rendida. Quedaba —aunque no de su agrado— un último recurso, apelar a la caridad cristiana accediendo directamente a la casa de su dios y, en ella, rogando benevolencia a su máximo representante local.

«Iglesia Parroquial de la Asunción», rezaba sobre el portón con letras latinas medievales. A pesar de la escasez de alumbrado, a la vieja judía no se le escapó el detalle de ser una iglesia recién construida.

—Mejor —pensó—. Quizás el párroco, deseoso de presumir de su nuevo templo, esté más animoso a la hora de repartir caridad cristiana. Ahora que, si de aquí también salgo con cajas destempladas…

Instintivamente palpó entre los ropajes el libro escondido. En situaciones extremas era su refugio, el fondo desde donde renacían las fuerzas para coger impulso. La Torá era su guía y, de esta, como ya está indicado, el libro segundo el más recurrente. De algún modo, toda su vida había sentido formar parte de ese largo y errante éxodo al que ella, ocupando en el espacio y el tiempo un minúsculo lugar, satisfacía su ánimo sabiéndose a la vez parte de un todo. Para sus fines, valoraba de justo recibo y en la medida de sus posibilidades, emular las gestas de Moisés y su dios, gestas allí donde el pueblo elegido fuera avasallado por los infieles. Lo utilizaba para, agitando en el aire el ficticio látigo de la venganza, proclamar resarcimiento ante la justicia divina. Justicia que, en sus propias carnes, en tierra desconocida y agresiva para su cansado cuerpo, consideraría más necesaria que nunca. Apretando la Torá contra el pecho, en caso de un nuevo rechazo, en esta ocasión por parte del párroco de Canfranc, habría de ser una sentencia más que justificada.

Que el portón de noble madera se hallara atrancado por dentro, que a través de los coloridos vidrios de las ventanas solo se apreciara oscuridad interior, al buen entender de la mujer, era algo razonable. Ni era hora, ni la obligación del culto acompañaba para mantener las puertas abiertas; de todos modos —y esto resultó ser un rayo de esperanza—, en un lateral, adosado a una de las fachadas de la iglesia, aparentemente fuera de lugar, un pequeño habitáculo sobresalía ocupando un discreto espacio periférico. A través de la ventana, única abertura hacia el exterior, con salvedad de la puerta, podía apreciarse luz —la luz de la esperanza—, la definió en un amago de optimismo. Sabía, y más tras la impostura del vecindario, que de momento el júbilo debería ser controlado, dominado. Aun así…, ¿por qué no? se preguntaba: —acaso esta gente y, más sus párrocos, ¿no presumen siempre de caridad cristiana?

Sea como sea, con un —hasta ese instante— demostrado control de la serenidad del mendigo, con la entereza de quien nada reclama mientras posea un mendrugo para engañar la avidez, y el calor solar para combatir el gélido invierno, con apremio, ganaba terreno la impaciencia, hallándose en retroceso la comedida compostura. Considerando además que el agotamiento hacía mella en el ánimo y recato de Yael, tras varias llamadas con los nudillos a la puerta sin recibir contestación, tras varios golpes a la contraventana a través de la cual, como ya se ha dicho, se percibía luz, tras elevar el tono de voz solicitando un mínimo de consideración y la apertura de alguna puerta en oferta de cobijo, tras el aporreo ya sin miramientos de la puerta, tras el recurso a viva voz de la maldición y cuestionamiento de la fe cristiana… En definitiva, ante la desesperación cultivada puerta a puerta…

El alguacil del pueblo, presto a evitar cualquier altercado, procediendo además de gente a saber de qué confín, tomaba cartas en el asunto. Se trataba de una mujer con un algo en el hablar que, sin asomo de duda, debía ser calificaba de extranjera. Incluso, algunas voces más avispadas la alzaban ya de judía.

—Qué escándalo es este, señora. ¿Está usted en sus cabales?

Un gato famélico, con tantas muestras de hambre como de frio corría en estampida eludiendo ser testigo del acontecimiento. En ese preciso instante, sintiéndose acaso más protegido por la presencia de la autoridad y, evitando así falsas acusaciones de falta de honorabilidad, don Calixto (el párroco) asomaba la cabeza por la puerta.

De inmediato, ambas autoridades —la civil y la eclesiástica— llegaron a la conclusión del riesgo que para la buena armonía local significaba la presencia de una mujer tan excéntrica, a la vez que amenazadora. Sentimiento bien compartido por el nutrido vecindario que, bien por curiosidad, bien por intriga, delegando con pasividad la responsabilidad en el alguacil, acudía a disfrutar del escándalo.

—¡Ahora sí! ¡Ahora os atrevéis a abrir las puertas! ¡Cobardes! ¡Malditos!  —Fustigaba fuera de sí la vieja judía.

No hubo abrigo para Yael, ni siquiera y a propuesta del párroco, el recurso del calabozo municipal. Para esto, y a pesar del escándalo, el alguacil no apreciaba motivo de suficiente gravedad para aplicar tal prendimiento. En su opinión y como quien busca la tangente, arguyendo felonías y destrezas argumentales, decía considerar de injusticia emplear tan severa sanción.

—Mejor será —replicaba— que la vieja siga su camino.

Al igual que el resto del vecindario, incluido don Calixto, el agente, en un sentimiento poco confesable, con esa decisión, eludía la incomodidad del asilo a su cargo. Dictada la resolución por la autoridad, en breves instantes, puertas y ventanas nuevamente quedaban atrancadas para Yael.

—¡Malditos seáis! ¡Malditos! —Gritaba con la potencia necesaria para ser oída a través de las paredes—. ¡Abandonada me dejáis como a un perro callejero! ¡Sí, como a un perro! ¡Que la maldición de Yahveh y las leyes de Moisés no tengan piedad con vosotros! ¡Juro que descargarán sobre vuestras espaldas el precio del pecado! 

Y aquí Yael, en rígida postura, con la punta del bastón elevada al cielo, soltando veneno por lengua y ojos, excitada, aunque en buen dominio de sus facultades, colérica, aunque en pleno uso de las palabras apropiadas para el fin vengador perseguido, sabedora de ser escuchada, arrojaba los dardos que —según la leyenda— marcarían en gran medida el devenir del pueblo.

¡Canfranc, yo te maldigo! ¡Dos veces al menos arderás en el fuego y, al menos una, serás anegada por las aguas! ¡Malditos!

Coincidencia o no, al unísono, una fuerte ráfaga de viento helado y racheado extinguía la lumbre de la totalidad de los candiles. Esa noche de temporal extremo, de negrura cavernaria y de conciencias opacas, las arengas de la mujer judía, de una hembra ultrajada, removieron las tragaderas del alguacil, del párroco y de cuantos escucharon las imprecaciones de la peregrina. Con más temor que sosiego, los primeros días de casa a casa, pasado un tiempo, de padres a hijos, de generación a generación, la noticia y su potente eco se difundió cual agua imparable filtrada por viejos y desahuciados tejados.

Es sabido que las páginas del calendario avanzan siempre en la misma dirección y, siendo ya comprobado y certificado por el cronista, hasta nuestros días ha llegado tanto el conocimiento de la historia de Yael, como —y esto es lo intrigante— los efectos de su maleficio.

         Se nos narra que, décadas después, a menos de un siglo del lanzamiento del embrujo, en concreto en el año 1617, Canfranc con doscientos habitantes resultaba pasto de un terrible incendio; sobrevivieron el molino de harina, el castillo real, la iglesia y dos viviendas. Del resto…, maldiciendo a la judía Yael no hubo vecino que no recordara la leyenda.

         Pasaron los años, incluso los siglos, y es así como, en abril del año 1944, en plena vorágine de conflictos europeos y mundiales, Canfranc con más de mil habitantes regresaba a los confines de la maldición. La chispa de fuego en un humilde hogar, las vigas y estructuras de viejas maderas breadas la mayoría con fin de guarnecer el calor interior, el almacenamiento de numerosas balas de paja insufladas por fuertes vientos, sirvieron de alimento para la recreación de un nuevo infierno. De los ciento treinta y dos hogares, ciento diecisiete quedaron arrasados. Afortunadamente, y tal vez porque Yael no hizo mención de ello, no hubo necesidad de contabilizar víctimas mortales. 

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