Del libro «Hotel Tíbet, Katmandú»
…/… Todo ocurrió según un calculado rito no exento de rapidez. Al igual que a mí, a cuantas personas presenciábamos lo que allí estaba a punto de suceder, se nos heló la sangre. Plegarias ininteligibles para nosotras salían de la boca de varios monjes budistas que, a pesar de la sobriedad del escenario permanecían inactivos. Un hombre joven, sentado en el centro del círculo, envuelto todo su cuerpo en una enorme túnica anaranjada, en silencio absoluto, con la mirada perdida en el interior de sus propias meditaciones, estaba siendo por otro monje ubicado a su espalda, rociado con un bidón de al menos tres litros de algún líquido inflamable.
Dos, tres, a lo sumo cinco segundos fueron los esperados por el budista; los necesarios para la retirada hacia atrás del monje portador del bidón de combustible. Cinco segundos a la espera de un terrible acto de inmolación. Elevó la cabeza, aprecié un ligero movimiento de sus labios, sin duda de oración, con los ojos cerrados, acaso mirando hacia el infinito. Transcurridos esos segundos, con la serenidad propia de quien es capaz de transportar su mente a unas grandezas para mí inalcanzables, percibimos el suave movimiento de unas manos ocultas, lo hacía bajo la túnica empapada. Un pequeño resplandor interior, posiblemente el encendido de un mechero y, a continuación… El fuego del dragón reclamaba su protagonismo.
El mundo se había detenido, la tierra había dejado de girar, el universo se reducía a la plaza Barkhor convertida en el epicentro de un cosmos nuevo para nosotras. Y, sin embargo, tan antiguo como el fuego, desde su modestia, desde su brutalidad, reivindicaba ante los intrusos esas viejas reclamaciones de —Tíbet para los tibetanos—. Las llamas de un color entre azul y anaranjado elevaban sus lenguas no menos de dos metros. A través del humo alzándose vertical, sus compañeros pretendían transportar el espíritu del monje hacia una nueva reencarnación. Tal vez en forma de paloma portadora de símbolos de paz.

Nadie, ninguno de los monjes budistas, nadie de entre los numerosos presentes, realizó un solo movimiento para interrumpir o, cuando menos, ayudar a extinguir las llamas. Tampoco nadie pedía ayuda, no era necesario, no procedía. El rito se había cumplido, todo el mundo, al menos los tibetanos presentes lo respetaban, lo aceptaban. El círculo de religiosos a la espera de que su sacrificio no cayera en el oscuro pantano del olvido, inclinando las cabezas, clavando sus rodillas en el suelo y rodeando la pira humana con la actitud propia de quienes valoran la supremacía del compañero, en silencio, sin concesión al drama interpretativo, con conocimiento de que la muerte era la cara oculta de la vida, su complemento evolutivo, solicitaban a Buda clemencia para la víctima.
Con los monjes agachados, interpretando quizás los misterios del karma, sin cuerpos y túnicas naranjas interponiéndose, la visión del inmolado, de un cuerpo inerte y cenizo ajeno ya a este mundo, era absoluta. Nunca, por muchos años que viva, olvidaré aquellos instantes, aquel silencio de una plaza abarrotada y hechizada. Aún hoy tiemblo de escalofríos y me sobrecojo recordando la terrorífica imagen de una silueta humana sentada en el suelo, sin mover un solo músculo mientras las llamas abrasaban todo su ser. ¿Percibía dolor? No lo sé, supongo que sí. O acaso, quién sabe, su enajenación había sido capaz de subordinar el estadio material y físico a una dimensión intangible, a un espacio sensorial más etéreo, más difuminado. Un minuto tardó el joven cuerpo en perder la verticalidad cayendo suavemente hacia su lado izquierdo. Ese fue su único movimiento y a través de las llamas pude percibir, mejor dicho, pude oír el grito mudo, silencioso, desgarrador y contradictorio de la no violencia.
…/…
Esa noche —la de la inmolación del monje— sobrecogida en mis blancas y ásperas sábanas, alcanzaba a ver la desesperación como una zozobra con múltiples formas de expresión. Comprendía sin resquicios que lo normal para la araña debía resultar un caos para la mosca. Reflexionando sobre mis problemas me preguntaba si no serían una diminuta gota perdida en un océano de injusticias y tormentos.
A medianoche desperté de una de las peores pesadillas que recuerdo, la reciente tragedia se había instalado en mis sueños. Envolvía mi cuerpo con el sari rojo regalo del tío Ganesh y, sentada en el centro de un círculo de personas, todas desconocidas, alguien, posiblemente un monje, me animaba a emular la senda de su compañero —es el camino de la liberación— repetía, repetía y repetía. Entre los espectadores, me pareció ver a mi amigo Rajiv con lágrimas en los ojos. Rociada de sudor y confundido por instantes con algún líquido inflamable, creo que grité al despertar. Mi compañera de habitación dormía feliz, ajena a sobresaltos inoportunos.
Relato sobrecogedor donde los haya, desde luego, y que nos retrotrae a las imágenes, no vividas pero sí imaginadas, gracias a haber oído relatos o haber visto cuadros o películas de las quemas de brujas, judíos o herejes -públicas y ejemplarizantes, que los inquisidores de cualquier país europeo o americano practicaron en el pasado, y que fueron propiciadas por los poderes públicos como forma de aplicar Justicia -SU justicia.
Lo que no se nos cuenta en este breve y conmovedor fragmento -y de ahí que nos esté invitando a leer la novela, es cuándo tuvo lugar esta inmolación, por qué y para qué se inmola a este joven monje, pues no parece estar aplicándose ninguna sentencia sino exigiéndoses algún tipo de Justicia a través de él -pues no se auto-inmola sino que su inmolación está también propiciada por un poder público, el de los monjes budistas tibetanos, y es igualmente pública y ejemplarizante.
¿Es esta inmolación un acto de protesta extremo, porque China le habría arrebatado el poder político del que disfrutaban los monjes hasta ese momento? Gracias por dar que pensar, además de poder disfrutar de su lectura
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Anónimo, muchas gracias por tus palabras. Siempre son un aliciente para seguir escribiendo.
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extraño sueño caliente 😪
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