Aquellos días se habló mucho en mi pueblo sobre el relato de una familia húngara, de boca en boca circuló la historia del nefasto acontecimiento. Se trataba de un matrimonio joven, los dos con el bagaje de cinco chavales, el mayor no más de diez o doce años, el menor, apenas aprendiendo a dar los primeros pasos. Tras apearse del tren, el numeroso grupo pisaba suelo español, aunque mejor sería decir suelo español bajo administración alemana. La pretensión, el objetivo, la mecha que prendía la ilusión de esa familia para tan largo y arriesgado viaje, era llegar a Lisboa y, desde allí, no siendo los primeros en conseguirlo, alcanzar la costa norteamericana.
Un buen día, por alguna razón el señor y la señora Kovács, originarios de Bük, pequeña ciudad cercana a la frontera con Austria y poseedora de unas muy apreciadas aguas termales, decidieron echar cerrojo al pasado, incluso al más cercano. Poniendo blanco sobre negro, debieron considerar que a pesar de ser el lugar donde habían nacido sus hijos, a pesar de ser el lugar donde la superación de sus propios sueños se hacía realidad, a pesar de unas circunstancias aparentemente favorables, optaban sin demora por buscar nuevos horizontes. ¿Que qué los motivó?, revisando los acontecimientos de la época, me atrevo a sacar algunas conclusiones. No hacía mucho tiempo, en 1938 la Alemania nazi se anexionaba Austria. La pregunta y preocupación sobre si Hungría sería el siguiente trofeo, corría de boca en boca. Sin capacidad de reacción la comunidad judía, también la gitana, viéndose reflejadas en el otro lado de la frontera, temían lo peor.
Incluso, si esto no llegara a ocurrir, la preocupación de ver gobernando a un partido de extrema derecha capitulado a las exigencias alemanas, no dejaba de ser motivo de preocupación. Contraponiendo al riesgo entre quedarse a la espera de la inevitable caza al judío y al gitano o, anticiparse rompiendo los lazos con su pasado, maleta al hombro optaron por la larga distancia, por la búsqueda de la seguridad en tierras lejanas. El miedo es libre, y ante la obviedad de lo ocurrido en latitudes cercanas, se inclinaron por lo segundo, por aquel o aquellos lugares no contaminados aún del mal que arreciaba a su entorno. Ese mismo año de la anexión de Austria, el gobierno de Hitler aprobaba un decreto obligando a los judíos alemanes a presentar sus pasaportes para ser sellados con una gran «J» roja. No mucho después, llegaría la imposición de identificarse con la estrella amarilla de seis puntas.

Para el matrimonio Kovács el tiempo corría en su contra. Si para ellos Hungría aún no era una ratonera, sería cuestión de tiempo verse envueltos en el juego del gato y el ratón. Así pues, documentación en regla, pasaportes, libro de familia…, eludiendo la referencia a su identidad judía, con la tristeza de quien voluntariamente busca el exilio, también con un corte de mangas al Gobierno y al partido fascista que lo sustentaba, optaron por buscar refugio en Francia, la Francia aún no despojada de su dignidad.
Mal que bien, arrastrando las penurias propias de una familia exiliada en un país extranjero, también con la comprensión solidaria de numerosos parisinos, más de un año llevaban residiendo en la capital de Francia. Corría el 10 de mayo de 1940 cuando, con la codicia del insaciable, los tanques alemanes cruzaban la frontera. Objetivo inmediato, París. Hacer realidad en obsceno sueño del Führer de violar y profanar las virtudes de la Ciudad de la Luz. Más de un año de anhelos nuevamente frustrados para la familia Kovács.
Ante la evidencia del mal augurio, con la misma lógica de cuando huyeron de su patria, el anhelo seguía siendo la evasión, poner nuevamente tierra de por medio, huir. Alguien les había informado que, aun sin estar nada garantizado, la única ruta de cierta seguridad era hacia el sur, hacia España, incluso siendo la España de Franco. Les hablaban de un tren fronterizo al que llamaban «Tren de la libertad», también del largo túnel de Somport con la luz de la esperanza a la salida. Una vez al otro lado no sería imposible llegar a Lisboa o a Gibraltar, más disponiendo como disponían de los reglamentarios salvoconductos. Incluso con el suelo francés ocupado por los nazis en su totalidad, fueron varias las ocasiones en que les habían sido de utilidad.
—Hanna, no te preocupes. En media hora estamos en España. —Eran palabras de ánimo, József estaba convencido de que lo peor, lo más peligroso había quedado a sus espaldas. Aun así, estaba algo cansado. Percibía disparada la tensión arterial.
—Siéntate y descansa un poco, cariño —ofreció la esposa.
El trajín de los últimos días, el ir de un lado para otro, el buscar acomodo constante para un grupo tan numeroso a la vez que delicado, resultaba agotador.
El matrimonio se felicitaba. Subidos al tren comprobaron que la vigilancia en la estación francesa no había sido para tanto. Ni en el mejor de los sueños hubieran imaginado un control tan benigno en las cercanías de la frontera con España. Los niños a través de los cristales disfrutaban con la belleza del paisaje pirenaico. Incluso llegaron a ver dos lobos que, a cierta distancia, estáticos sobre las cuatro patas y con la curiosidad propia del animal relajado, observaban el paso del tren.
—¿Son peligrosos? —preguntó el mayor de los niños.
—No, si no nos acercamos a ellos. Mejor verlos desde aquí —respondía el padre, también algo ensimismado con la naturaleza boscosa y la presencia de los pasivos animales.
Minutos después, más cercano el final del trayecto, el paisaje cambiaba de tono. No se apreciaba belleza tras los cristales, tampoco horizontes de lejanía; en el túnel de Somport, su oscuridad era el preludio de nuevas e imprevistas turbulencias. Nadie les había informado de la presencia de la Gestapo en la primera estación ferroviaria en suelo español.
—¡Documentación!
Aunque la orden fuera rutinaria, no por eso dejaba de ser una orden procedente de un miembro de la temible Gestapo, un soldado joven, alto, ralo de barba quizás por su juventud, ligeramente leporino su labio superior. Desde aquel primer día que abandonaron Bük, buen cuidado tuvo la familia de no pisar suelo alemán. De Hungría a Austria, después Suiza y ya con el camino despejado, Paris; aunque de eso hacía un tiempo. József sabía que Europa había cambiado, y mucho, también que Francia ya no era la misma y por eso huían también de allí. Pero que en España un miembro de la Gestapo les reclamara los papeles… Sumido en la incertidumbre se sintió como aquel estudiante examinado que, sabiéndose todas las respuestas, se sobresaltaba al comprobar que de pronto le habían cambiado las preguntas.
—¡Documentación! —reclamó nuevamente el agente de la Gestapo.
Dos adultos y…, uno, dos, tres, cuatro, cinco. Tres niñas y dos niños, todo parece estar en regla. Aun así, quien para la ocasión ejerce de aduanero, desea jugar con la paciencia de la familia húngara. Para combatir el aburrimiento, acaso como medida cautelar y de comprobación, aparentemente sin ocultar segundas intenciones, con los papeles en la mano pregunta:
—¿Quién es Zoltán?
El niño, el mayor, sorprendido se oculta tras el cuerpo de la madre. Aunque para él la pregunta ha sido algo inhabitual, no hay motivo para no responder.
—Dile que eres tú, cariño. No tengas miedo, el agente solo quiere conocernos.
—Zoltán, ya puedes entrar en España —autoriza tras regalar al niño una amable sonrisa.
—¿Janos? ¿Sándor? ¿Olivia? ¿Emma? Leyendo el nombre de los otros cuatro niños, repite el ritual del primero.
—Supongo que usted es Hanna Kovács.
La mujer, sonríe, es consciente del juego aparentemente ingenuo, solo un entretenimiento para combatir el tedio en una estación con escasa actividad. Sin mediar más palabras, recibe los seis salvoconductos, el suyo y el de los cinco niños. En la otra mano, en la izquierda, el miembro de la Gestapo retiene la documentación de József. Tras unos segundos de silencio, pocos, pero que a la familia Kovács parecen una eternidad…
—Usted no puede. Se queda con nosotros.
El cielo se incendia, los mares se transforman en hielo, el suelo y la tierra son lava incandescente. Un centímetro, el último paso para escapar del infierno es a la vez un kilómetro, una milla, una quimera, un falso empeño. Un error.
Mas de dos mil kilómetros desde aquel día que salieron de Bük. Salvo alguna asumible burocracia, nunca, ningún problema. Solo un centímetro, solo uno o dos pasos hacia el exterior de la estación y…, y repentinamente el orden de las cosas cambiaba. La luz anterior era la tiniebla del presente.
—Señora, el Führer necesita soldados y su marido se queda. Usted y los niños pueden irse. Háganlo rápido, mejor aún, volando. ¡Vamos! ¡vamos!…
Las voces, los gritos rompen la pacífica armonía de la aduana, sin excesivos miramientos, otro compañero del soldado empuja a Hanna y los niños hacia la salida. Tras agarrar József el brazo del soldado que con escasos miramientos empujaba al mayor de los hermanos, recibe un brusco zarandeo. Los niños gritan y lloran, la madre grita y se desespera, el padre grita y… Como si de una tragedia de Esquilo estuviéramos hablando, el drama además de servido en frio, lo es con abundantes dosis de crueldad.
No llego a alcanzar como serían las tragedias griegas, las primarias, aquellas que se representaban en el ágora de las ciudades. La del fatídico día de la familia Kovács nada tenía que envidiar ni a Esquilo ni a Eurípides.
Tras la confirmación por parte del médico local del fallecimiento del señor József, por orden del capitán Wagner dos soldados fueron los encargados de —tras ser enfundado el cuerpo en una manta—, cargar el fiambre sobre mi vieja carreta arrastrada por mi burro. Uno era el del labio leporino, su compañero se llamaba Fritz. Tras un comentario jocoso de este, los dos rieron la gracia.
La conciencia de los aduaneros alemanes se hallaba impoluta, no era su responsabilidad, salvo algún pequeño agarrón o ajetreo, ni siquiera hubo violencia, ellos no eran responsables de la debilidad cardiaca sufrida por el judío húngaro.
—Estando tan débil del corazón, nadie le obligaba a meterse en aventuras por media Europa —oí decir al capitán Wagner en entendible castellano cuando la carreta iniciaba la andadura hacia el cementerio.
A mis dieciséis años era la primera vez que veía un muerto tan de cerca, la primera vez que asumía la responsabilidad de trasladar un cadáver, la primera vez que en contacto directo con la Gestapo, valoraba su crueldad. Si ante mi joven y aún en formación entendimiento, se me rebotaba escalofriante la presencia todavía caliente del cadáver del señor Kovács, más, mucho más repulsiva resultaba la banalidad de sus agresores, su indiferencia ante el sufrimiento ajeno, ante el dolor y la tragedia por ellos creada. Viendo tan de cerca la falta de empatía ante el sufrimiento de los niños, la falta de respeto a quien fuera víctima de su prepotencia, por primera vez y aun siendo solo un pequeño botón de muestra, acertaba a discernir la gran tragedia que asolaba Europa.
Los restos de József Kovács fueron enterrados en un solitario rincón del camposanto local, sin lápida, sin cruz, sin ritos religiosos (no había constancia de que fuera católico), sin testigos, sin familiares. Nevaba. En la escuela me habían enseñado que los neandertales eran una especie humanoide ya extinguida. Desde ese día siempre lo he puesto en duda, en un oscuro rincón de nuestra genética debe seguir existiendo algún cordón umbilical.

La señora Kovács y los niños fueron obligados a subir al primer tren. Minutos después partía con destino a Zaragoza. Quitarlos de en medio y con urgencia, evitaría incómodas situaciones.
Nunca olvidaré el silencioso grito de desaliento, la impotencia del débil ante el desamparo. Las lágrimas de aquellos niños ese día fueron mis lágrimas. Desconozco que fue de ellos.
Años más tarde, en referencia al hombre de Neanderthal, leyendo la novela El cero y el infinito de Arthur Koestler, periodista y también húngaro, mi atención se acrecentó ante el siguiente texto:
«Seguramente deben de haber reído mucho los monos cuando el hombre de Neanderthal apareció por primera vez sobre la tierra. Los monos, altamente civilizados en aquella época, se balanceaban graciosamente de rama en rama; el hombre de Neanderthal era tosco y andaba encorvado sobre el suelo. Los monos, saturados y pacíficos, vivían en medio de juegos sofísticos, o atrapaban pulgas en filosófica contemplación; el hombre de Neanderthal daba zancadas por el mundo con aire sombrío, blandiendo una estaca tremenda. Los monos lo miraban con burla desde la copa de los árboles y le tiraban nueces, pero a veces se horrorizaban, pues mientras ellos comían fruta y tiernas plantas con delicado refinamiento, el Neanderthal devoraba la carne cruda de los otros animales que mataba, sin excluir a sus semejantes. Echaba abajo los árboles que siempre habían estado en pie, movía las rocas de sus legendarios emplazamientos y violaba todas las leyes y tradiciones de la selva. Era tosco, cruel, sin dignidad animal, y desde el punto de vista de los super civilizados monos, representaba un salto atrás en la historia. Los últimos chimpancés sobrevivientes todavía reciben con desprecio la presencia de un ser humano».
—En Memoria de los judíos víctimas del holocausto nazi.
—Contra la amnesia de quienes hoy en Palestina practican el exterminio.
Otra historia conmovedora, la realidad del sufrimiento de toda una familia.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muy bueno tu relato.
Me gustaMe gusta
Muy bueno tu relato
Me gustaLe gusta a 1 persona
ME GUSTA TU MANERA DE NARRAR LAS HISTORIAS.
Nina
Me gustaLe gusta a 1 persona
relato conmovedor y muy triste
Me gustaLe gusta a 1 persona